"Si hay placer, hay dolor"

“Por otro lado, la correspondencia es un género perverso: necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar.” ― Ricardo Piglia

 

Luis García-Chico.

“Soy pensador y jurista, segundo hijo varón de Juan Antonio I y, en consecuencia, inmortal. Estudio mentiras y neuroderechos”

 
 

Cuca Casado.

En la rendición está el poder.

 

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Cuca C., 05 de diciembre de 2023

Mi querido Luis,

Hay una expresión china —no voy a ser osada de transcribirla— que se utiliza cuando uno echa de menos a alguien. Se dice que, entonces, un día dura tres otoños. Nosotros llevaremos unos cuantos otoños, pero parece ayer cuando te escribía diciéndote que, entre otras muchas cosas, pensar en uno mismo es una tarea sin igual…

Pertenece a la sabiduría popular aquel “se cosecha lo que se siembra”. Un concepto que está en la Biblia y que, en resumidas cuentas, viene a decir que todo en nuestra vida, sea bueno o malo, produce un resultado acorde a las semillas que hemos sembrado. La vida es un campo en el cual sembramos y el resultado es la cosecha que recibimos. Sembrar y cosechar es un acto de fe, pues no vemos que nada ocurre de inmediato. Así me imagino tu cosecha de este año. Con incertidumbres, (re)descubriendo y cuestionando. Y perdona, amigo, qué afortunado poder seguir aprendiendo de uno mismo. Eso sí, el dolor que lleva consigo también es incuestionable y nada menospreciable. Hace poco veía un documental sobre un psiquiatra y este hablaba que en la vida hay 3 constantes: dolor, incertidumbre y trabajo constante. Sin ellas no progresamos, pero ellas son muchas veces las razones de nuestro sufrir. Curioso que esas 3 realidades puedan llegar a ser tan placenteras como dolorosas, ¿no? Querido, con lo que cuesta asomarse al placer y descubrir que tiene una pizca de dolor siempre, vas tú y me inviertes ese proverbio, y si ya es difícil y costoso disfrutarlo, ahora le pones el dolor previamente. Eso me lleva a pensar que quizá llevamos toda una evolución separando ambas realidades, cuando todo apunta a que están entrelazadas en cualquier vicisitud de la vida. El dolor produce euforia, doy fe de ello. Y que hayas conseguido ese libro tan importante en las estanterías de tu autoconocimiento es muestra inequívoca que el dolor, el trabajo constante y la incertidumbre dan sus frutos. En estos momentos, yo me encuentro inmersa en un proceso en el que esas 3 realidades pesan porque la biología sobre mi cuerpo hace que hoy más que nunca tenga presente mi reloj vital y lo que nuestros mayores suelen decir: “niña se te pasa el arroz”. Pensaba que ya había hecho la digestión de esta cuestión vital, pero debe ser que no lo estaba haciendo tan bien, porque ahora pesa el reloj dichoso. Al igual que tú, día a día, y gracias a quienes os tengo en mi vida, entiendo que aceptar los acontecimientos que nos son dados llevan a una calma. Estar en calma, esa frase tan mía y que no pocas veces os respondo con ella cuando tú o alguien me pregunta cómo estoy. Y es así, en calma aun cuando está presente el dolor y la incertidumbre. En cierto modo porque tengo presente lo que dijo el apóstol Pablo: “no nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos” (Gálatas 6:9).

Creo que nunca dejamos de doler y de sufrir. Te preguntas qué placer se obtendrá de tanto dolor y me sonrío, pues mi aventura con el estudio de la violencia partió de la siguiente pregunta: ¿Por qué la gente (se) hace daño cuando la vida ya duele? Y a día de hoy sigo sin encontrar una respuesta certera. Podría tirar de respuestas de manual, pero me son cada vez más frías y les falta fundamento ¿humano? ¿filosófico?, no sé cómo adjetivarlo. Me preguntaba hace unos días uno de mis ángeles de la guarda que por qué no me centraba no tanto en la violencia como tal, sino en el dolor de la violencia. Y así ando, dialogando conmigo misma, a través de los libros y anotaciones en los márgenes de mi Biblia. No hallo respuestas certeras, menos aún soluciones, y me aferro al orden del proverbio “si hay placer, hay dolor” porque es un aviso sagrado de que la vida siempre guarda un sufrimiento entre las sonrisas que habitamos. Al mismo tiempo, me viene de forma accidentada, según te escribo, que sin pena no podríamos conocer la felicidad. Sin dolor no conocemos la salud y la dicha. Sin la muerte, no apreciamos la vida. Y me encuentro dando la vuelta nuevamente al proverbio, contigo.

Romper el silencio, dices. Tal vez sea el silencio estado vital donde se desarrolla todo germen de comunicación. Es espacio de escucha, de contemplación, imprescindible para hablar. Es el estado que precede y, sin embargo, poco o nada se le concede importancia. Esto me lleva a recordar a José Vicente Anaya y sus palabras: “El primer ser que cantó era poeta sin palabras que reivindicó el misterio”. Y así te he leído, reivindicando tu misterio por medio de esta confesión epistolar que tenemos.

Nuestro dolor y nuestro placer me han llevado al silencio y, por ello, me despido con George Steiner:

“la voz humana que suscita el eco donde no había antes sino silencio, es tanto milagro como escándalo, sacramento como blasfemia y [en los poetas] esa ambigüedad está más acentuada todavía [porque proceden] inquietantemente a semejanza de los dioses”.

Te abrazo.

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Luis G., 25 de octubre de 2023

Estimada Cuca,

Nuestras últimas cartas fueron en otoño. Ha pasado un año, y la estación marrón me susurra su recuerdo y la energía de estas líneas.

Las líneas de palabras son como hileras de vides, que se cultivan con tempestades, cariño, expectativas y el sol alegre, para obtener el fruto que explique una vida. Mi cosecha de este año ha sido ambivalente, pues he descubierto que mi dolor ha revalorizado mi placer, por fin (o por empezar). Sufrimos en el tiempo, a veces tan indefinidamente, que cuando el reloj marca con sus manecillas las 13 en punto, esa hora irreal que esperábamos, nos resulta sorprendente y fruto de un milagro. Ahora que he recogido el fruto, lo acaricio con lágrimas elemento de la vida. Debo invertir el título de estas cartas, “si hay dolor, hay placer”. Esa coma que separa ambos conceptos tiene la pendiente lo suficientemente pronunciada hacia arriba como para ser sincera: cuesta pasar de uno a otro. Se requiere esfuerzo, pero también abatimiento; se precisa compromiso, y también dudas; se precisa valentía, y muchas veces la cobardía del prudente… He conseguido algo, después de confundirme en la nada, y todo lo que llegué a odiar o malquerer es un libro muy importante en las estanterías de mi autoconocimiento.

No me malinterpretes, sigo sintiendo dolor, Cuca, pero me habéis apoyado otros para saber ponerlo en un sitio donde solo susurra opciones y no conductas, y eso se consigue con lo bueno y lo malo. He logrado recuperar lo que dejé de entender: amar a los defectos que solo quieren inspirarme calma. Vivo ahora en el secreto, en el mundo físico donde internet no extiende su frenetismo, y al que solo subo enigmas. Por otra parte, Dios y yo nos seguimos llamando mentirosos, hemos encontrado un equilibrio donde yo pongo en Él palabras y Él pone en mí significados.

En este tiempo el dolor del mundo se ha multiplicado. El sufrimiento de los demás no es algo ajeno, y la locura colectiva que arrasa con niños, naturaleza y bondad me hace preguntar qué placer se obtendrá de tanto dolor: ¿la paz? No soy tan optimista, la fórmula “si hay placer, hay dolor” solo parece aplicable a individuos, no a ideas que se han materializado en monstruos que devoran vidas que tenían que responder esa cuestión. No tengo ninguna solución para eso, pero no quiero dejarme conquistar por la impotencia o la equidistancia; en algún recóndito lugar de las tierras guerreras marcarán las 13 en el reloj, aunque solo sea un segundo, y puede que eso haga recuperar algo de la autonomía individual que se ve atacada. Me queda implorar a la esperanza.

Esta carta supone romper un deliberado silencio, medicinal para poetas como Tiutchev. Es útil servirse de lo inservible en un mundo tan neurótico. Comparto esta carta solo contigo, Cuca, y quienes no sean tú y lo lean, estarán leyendo un secreto. El dolor de las redes sociales omnipresentes y cuantificadoras creará el placer de comenzar a llamar a nuestra necesaria escasa actividad en ella como privada, exclusiva, inusual. Querremos ser sinceros cuando elijamos ser crípticos.

Estuve en secreto, y ahora estoy a la espera de tu carta desde el recogimiento. Esa es la actividad de estraperlo que humaniza el privilegio que supone escuchar a otro, respetar su tiempo y abrazar su apertura.

Un abrazo, Cuca.

PD: No hay postdata.

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Cuca C., 21 de noviembre de 2022

Querido,

Concédete cuantas licencias poéticas gustes y, más aún, que las compartas conmigo. Hace un par de días leía a May Sarton decir, en Anhelo de raíces, que “el poema no vive hasta que se ha escuchado”. Así que gracias por dejarme “escucharte”, pues tiene magia la poesía. Su lenguaje es el verbo del sentimiento, del redescubrimiento y de la evocación, tanto para los mayores como para los más pequeños de la casa.

Las pequeñas cosas, lo cotidiano, lo familiar, lo habitable. Son esos detalles del día a día, esas rutinas que algunos detestan y a las que culpan de caer en la monotonía —confunden rutina, cotidiano, con anodino—, las que dan más sentido que las proezas o actos heroicos que fortuitamente llegamos a realizar. Es curioso, porque estaba ayer tarde charlando con una buena amiga, un ángel de la guarda, sobre estas cuestiones. Me contaba los pequeños detalles que tenía en mente de cara a una celebración casera que iba a tener: la comida que iba a preparar (tiene una mano en la cocina que muchas abuelas envidiarían saludablemente), el paseo por la ciudad, las preocupaciones, etc. Esas vicisitudes propias de la hospitalidad, de lo cotidiano de una casa. Lo habitable puede ser cualquiera que sea hogar, como ocurrió aquella tarde de encuentro contigo y con David. Hicimos habitable el sitio y la gente maravillosa que se acercó hizo un hogar del encuentro. Esos son los placeres sencillos del día a día, como cotillear mientras vas en el transporte público o como cuando estoy absorta en el lago viendo a “mis abuelos” charlar (los considero ya como mis abuelos pues son años encontrándonos a diario y, en cierto modo, cuidándonos) y me imagino sus vidas, sus preocupaciones, sus quehaceres cotidianos. Hay algo en esas pequeñas cosas que me reconcilia con el mundo. Puedo haber tenido un mal día que pasa a ser (casi) nada cuando me detengo en esas pequeñas cosas que me reconfortan siempre: observar mi taza de té humeante, como ahora mientras te escribo, bichear a mi sobrino cuando está en mi habitación jugando a ser mayor, a ser como yo, “pillar” a mi hermana con uno de sus soliloquios y reírnos las dos… eso cotidiano puede hacer del sufrimiento un dolor llevadero.

Por algo se dice eso de que el tiempo lo cura todo, ¿no? Aunque siendo honrada, creo que el tiempo es necesario para curar nuestras cagadas, errores y pasividades, pero no lo cura todo si no nos esforzamos. Debemos poner de nuestra parte para ver con perspectiva el pasado y poder sonreírle. Pero sí, estoy contigo, lo que merece la pena está fuera de nosotros. Quizá por eso un día tú y yo nos encontramos, porque vimos e intuimos en el otro ese sufrir, ese esfuerzo, ese dolor que nos transforma tanto a nosotros como a los que tenemos alrededor. Pero menudo dilema me pones encima de la mesa: vivir por los demás o pensar en mí. Está claro que un equilibrio entre ambas sería lo ideal, pero por ser ideal es inalcanzable. Creo que cada cual carga con su cruz, unos nos decantamos más por vivir por los demás y otros por pensar en sí mismos. Y digo adrede lo de la cruz porque supone entregarse y bien sabes que vivir para los demás supone, como dices, compartir tu vulnerabilidad tanto como sufrir la ajena. No recuerdo el momento exacto en el que cuidar a los demás fue parte inherente de mí. Quizá, como en una entrevista conté, aún recuerdo, como si fuera ayer, cuando con 4 años mi madre dejó en mis brazos a mi hermana y me dijo que cuidara de ella, mientras a mi padre le entraban los mil sofocos. Del mismo cuando con 6 años llegó mi otra hermana. Y hoy con mis 36 años sigo cuidando de ellas como aquel primer día que las conocí: con cariño, respeto y asombro. Ese desvivirme por ellas se fue extendiendo a otros, tanto en la familia como ajenos a ella. Esto me lleva a esa comprensión tuya, a esa forma de comprender la relación con el otro. Claro, nos mostramos vulnerables en confianza, asumimos que el daño y el dolor a veces vienen sin querer, sin premeditación ni alevosía, pero al mismo tiempo ocurre todo esto sabiendo que las personas no cambian, que ni tú ni yo cambiamos. A lo sumo, evolucionamos, limamos imperfecciones. Por ello, respetamos nuestra autonomía y la de los otros. ¿No echas en falta en la sociedad un poco de ese mostrarse, de confiarse, al otro?

Me pregunto si la gente, así como masa etérea, hará por escucharse, por observar su propia conciencia o sus estados de ánimo para reflexionar sobre ellos. Vamos, ¿cuánta introspección hay en estos tiempos agitados, instantáneos y virales? Yo soy la primera que he tenido etapas en las que he hecho todo lo que estaba en mi mano por no escucharme y, por ende, por no pensar en mí; unas veces porque me volcaba en quienes tengo a mi alrededor, anteponiendo sus necesidades, y otras porque no me apetecía escuchar eso que me aterraba. Y donde digo que no me apetecía quiero decir que el dolor de esos momentos me era insoportable. Luego, con el tiempo, las heridas ya no duelen del mismo modo y, entonces, esas brechas y fracturas se pueden apreciar y prestar atención. Lleva su tiempo conocerse y, sobre todo, darse cariño. “Quiérete desde la exigencia, exígete desde el cariño”, es una frase que me repito y que he regalado a amistades. A mí me sirve como credo, espero que a ti también.

Corazón, qué difícil es proseguir con la carta. Pues según te leo siento una congoja por tus preocupaciones que hago mías. No creo que nadie viva en paz, ya sea un conformista o alguien que sepa qué hacer desde benjamín. Cuando hacemos por ponernos en la piel del otro, a veces se nos olvida que por mucho que empaticemos, por mucho que comprendamos al otro, por mucho que entendamos sus (in)fortunios, lo hacemos desde lo que somos, desde nuestra identidad. Me refiero a que no es fácil para nadie saber (o no) para qué tienes que vivir. Es un primer paso, vale, pero ¿y después qué? Hay diferentes formas de ser incoherente, incongruente. Es lo que ocurre cuando una cosa es lo que sentimos, otra lo que pensamos y otra lo que decimos al mundo. Una suerte de esquizofrenia. Cambia los verbos sentir, pensar y decir, por “lo que se tiene, lo que se tiene que hacer y lo que se es” y tienes el mismo malestar. Y eso me lleva de nuevo a la armonía, al equilibrio como ideal. ¿Ha de darse un equilibrio entre esas tres esferas? ¿Lo ideal es que haya armonía entre esos tres aspectos? No lo sé, considero que no. Eso sí, ha de darse una atención plena, aceptar en este instante la esfera o el aspecto que predomina; escucharlo, mirarlo, comprenderlo y, sobre todo, no dejar que caiga en un vicio de sentir, de pensar, de decir. De tener, de tener que hacer, de ser. Los excesos son malos, eso decimos los sanitarios. Como diría Jesucristo, quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

Una parte de mí quiere lanzarse a responder cada una de tus cuestiones compartidas, otra tiene miedo de cagarla y otra sencillamente siente que he de acompañarte en silencio. Y como el silencio se ha convertido en mi forma de orar y a veces respirar tres veces hondo lo cambia todo y si no, coger aire hasta que duelan las costillas, te acompaño en silencio. Solo una cosa, no creo que estés desorientado. Quizá intentas escucharte cuando has de sentirte o quizás no te escuchas porque estás embriagado en un sentir…

Me despido con Proust:

“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa. Pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse. parece que la virtud del brebaje va aminorándose”.

En busca del tiempo perdido.

Te abrazo.

P. D.: Fue un placer acompañarte. Siempre.

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Luis G., 13 de octubre de 2022

Estimada Cuca. El verano se despide y llega el otoño. Al igual que tú, también lo prefiero, y sus colores son más dulces para observar el bullicio desde el recogimiento. Tal vez una de las hojas que han caído del árbol más próximo a tu hogar sea la que recibas en esta forma de carta escrita. Las personas a veces dejamos caer pensamientos con el mismo complejo estacionario.

Como acabas de leer, a veces me gusta concederme licencias poéticas, sobre todo después de leer el poema de Storni que me has escrito (lo he disfrutado no te imaginas cuánto); Vico decía que la poesía era el lenguaje del mito y de los niños, pero creo que se le olvidó añadir a la lista al adulto que sin grandes rimas ni originales metáforas quiere ver belleza en lo que le rodea, aunque sea en las pequeñas cosas.

Digo unas cuantas pequeñas cosas. Escribo sobre una mesa, al lado de un gato gordo que duerme. Es mediodía y recuerdo que la otra tarde David, tú y yo estuvimos hablando de mentiras y conocimos a gente fabulosa. Estuve el fin de semana con mi familia hablando, comiendo y recogiendo alpacas de alfalfa (caí en la temeridad de recogerlas sin guantes y las manos y antebrazos quedaron arañadas; siempre puedo echar la culpa al gato gordo y a sus uñas), también cacé ranas con mi sobrino y las decíamos que no tuviesen miedo, que las íbamos a dejar tranquilas después. Volví en autobús a mi casa y me aislé rodeado de mucha gente: un autobús a rebosar. A veces cotilleo… muchas veces cotilleo a las personas que me rodean, y en los transportes públicos los adultos parecemos croquetas congeladas; estamos ahí, quietos, paralizados, escondiendo lo que somos, o por seguir con la comparación, no diciendo cuál es la receta de nuestras abuelas de por qué somos buenos y diferentes a los demás. Tal vez los niños, los adolescentes y los ancianos rompen esta regla; unos por saber poco de la mentirosa educación, otros por no controlar sus impulsos y los últimos por saber ya demasiado de la vida. Pero qué bonito es recitar las pequeñas cosas que nos pasan, incluso si no pasa nada, para eso está la ironía hacia uno mismo.

El pasado, cuanto más lejos está, va adquiriendo prestigio; nuestras “cagadas”, “errores” o “pasividades” adquieren una luz diferente. Digo todo esto porque creo que hemos dejado muy claro, tú y yo, que todo lo que merece la pena está fuera de nosotros y si sufrimos se vive diferente si ese sufrimiento, esfuerzo o dolor transforma a mejor la vida de los demás y la propia. Esta es una cuestión que siempre me ha abordado: vivir por los demás o pensar en mí. Sé que lo ideal es jugar con las dos, pero a veces tira más una u otra.

Vivir para los demás significa compartir, y todo lo hermoso que me ha sucedido ha sido porque he querido compartir mi vulnerabilidad, algo así como decir: “puedes hacerme daño, confío en ti para que no lo hagas”. Siempre me han dicho que soy muy comprensivo, y tal vez es eso lo que no convierte a las comillas anteriores en un mandato imperativo: comprendo que se hace daño sin querer, como hemos hablado tú y yo aquí, pero he tenido la suerte de que quien me ha hecho ese daño imprudente me ha dado más intencionalmente. Lo que me lleva a que es infructuoso pedir que las personas cambien; podemos pedir que evolucionen, que nos tengan en cuenta en su proceso de crecimiento. Cambiar por alguien es perder autonomía e identidad.

Pensar en uno mismo es un proceso que ha de recorrerse. Estoy con Lacan en que las personas tenemos una identidad que está siempre fracturada, llena de brechas, y la vida trata de cerrarlas. Es necesario el autoconocimiento y el cariño a uno mismo, pero normalmente nos lo ponemos muy difícil, o al menos yo me lo pongo muy difícil. Me explico.

Es difícil solventar el dolor que arrastra saber para qué tienes que vivir. Es difícil encontrarlo, o eso dicen. Pero parece que hay personas, tal vez las conformistas, que con nada que tienen su cabeza y su corazón se estrechan la mano con complicidad, y entonces caminan por el mundo en paz y calma. Pudiera resumirse en: "ya está, ahora a explorar lo que es ajeno a mí". Luego hay otras que desde benjamines saben lo que tienen que hacer, ejecutan rápido su cometido y todo lo que viene ya está sustentado en una estructura sólida: "ya está, ahora a explorar lo ajeno a mí". No me malinterpretes, aquéllas siguen sufriendo y muchas veces bucean en la inseguridad y los problemas, pero parece que fluyen con esa corriente, saben que la vida no les va a hacer daño, su autenticidad está en armonía con su identidad y los problemas les vienen de fuera. Estoy escribiendo sobre lo que se tiene, lo que se tiene que hacer y lo que se es. ¿Qué pasa cuando das la importancia a "lo que se es" y no lo encuentras? ¿Qué pasa si "lo que se es" no es bueno? ¿Qué pasa si los problemas vienen de uno mismo? Llega un momento en que sientes que eres un impostor y engañas eficazmente a quienes te quieren, que lo hacen por los trampantojos de mi personalidad equilibrista entre el "puedo ser" y el "soy". Parece que me autocompadezco, pero si lo tuviera más claro no lo haría como forma de autoengaño, sino que me tiraría flores. Es cierto que siempre tenemos crisis de identidad, pues al final todo son etapas, pero lo que me abruma es pensar que esa contingencia sea la esencia. Me preocupa pensar que soy una intención fracasada, la lentitud encerrada en el reino de la velocidad. Nunca he logrado aclararme, de modo que veo a mi dolor muchas veces inútil, inservible para lubricar un placer. He de aprender a convivir con ese dolor, igual que tú dices. Puede que estés sorprendida con el rumbo de esta nueva carta, no tan académica o neutral. Leerte me hace pensar casi como un paciente al escuchar a su terapeuta. Hay algo en mí que necesita mi aceptación: el dolor por defraudar, el dolor por no ser valiente, el dolor por no ser lo que quise ser.

Al final me veo desorientado, haciendo nada y todo, haciendo inversiones que otros no necesitan para "ser" y, lo gracioso, no conseguirlo aun así. Como si Dios mirase desde arriba haciéndome la peineta mientras me murmura nuevos niveles de dificultad. Llevo muchos días pensando que robo tiempo, que caigo mal al Azar y que sólo puedo ser un libro. Sé que esto cambiará porque mi placer viene de fuera, tengo amigos y familia, pero lo que ansío es que mi placer pueda venir de mí mismo alguna vez.

PD. Muchas gracias por acompañarme el otro día, junto a David, en una fecha tan importante. Espero volver a vernos pronto y tomarnos un café (o varios).

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Cuca C., 03 de octubre de 2022

Querido,

Disculparte por tomarte tu tiempo para dedicarme un tiempo es innecesario e irrelevante, sin ánimo de ofender. De ser necesaria esa disculpa —la cual agradezco, no obstante—, a mí me tocaría ir a confesarme por demorarme en exceso en responderte. Entre tú y yo, el calor y el trabajo durante estos meses veraniegos me han dejado sin fuerzas ni ánimos. Me encanta mi trabajo, cuidar es mi vocación, pero el calor y lo que conlleva (el humor del común de los mortales se vuelve más irascible e insoportable) ha podido (casi) conmigo y con mi paciencia. Y estamos ya en octubre y aún da sus coletazos el calor. Pero ya con otro ánimo y otro espíritu y, sobre todo, con ganas de proseguir con nuestras letras. Por cierto, leerte siempre me supone un reto mental y espiritual; tu pluma, bien afilada, disecciona cuestiones con agilidad y sofisticación. Dicho esto, sigamos con nuestra autopsia vital…

Lo bueno y lo malo, todo un tema y muy en boca de la sociedad actual. Hoy en día, se tiende a clasificar absolutamente todo como “bueno” o “malo”, nada puede —eso parece— escaparse a la categorización moral. Cuando la realidad es mucho más sencilla y, al mismo tiempo, más compleja, como para querer encasillarla en un falso dilema. El dolor, la alegría, la tristeza y otros tantos afectos y sensaciones se dan, como bien dices, y su “bondad” o “maldad” es lo menos relevante de ellas. Parece que sentir/vivir determinado afecto o sensación tiene mayor o menor valor, dependiendo de su bondad/maldad, cuando lo vital, lo trascendental, es cuándo y cómo se da. Siguiendo con el dolor ­—mira que nos gusta hurgar en las heridas—, si este aparece en un momento en el que se está ya dolorido, afectado por una enfermedad, por ejemplo, es comprensible aunque detestable; sin embargo, cuando un dolor surge en un momento inesperado, cuando parece que las cosas van bien, que todo fluye por el camino deseado, entonces, el dolor es insoportable y malo. Es rechazado e incluso tomado como un castigo. Vale, el dolor no es plato de nuestro gusto —aunque esto tendría que matizarlo y me llevaría a contradecirme, pero lo dejo para otro momento—, pero aceptando que se da, que viene —porque a veces no hay ni que buscarlo—, que es parte inherente de nosotros, ya no es malo sino más bien una señal, un síntoma, que nos recuerda que estamos vivos. Y sí, es una putada que te recuerden que estás vivo a través del dolor; que me lo digan a mí que desde mi tierna infancia tengo como compañeras a las migrañas y un dolor crónico osteoarticular. Al principio me peleé conmigo misma, no aceptaba esos dolores, me enfadaba con el mundo. Pero con el tiempo, la maduración y el conocimiento fui dando un espacio a esos dolores. Aprendí a escucharlos. Sigue siendo doloroso, incómodo, agotador, todo un sufrir, pero se vive de otro modo cuando no se rechaza, cuando no se le etiqueta simplemente como “malo”. Dices “sin dolor no hay placer” y al leerte se me ha esbozado una sonrisa, pues me has recordado un proverbio japonés que me acompaña de siempre y que dice “si hay placer hay dolor”, que su versión española sería “no hay rosas sin espinas”. La dicha no se alcanza por completo, pues siempre hay algún sin sabor, sería una forma de interpretar estos proverbios. Lo cierto es que, si nos paramos a observar detalles del día a día, podemos encontrar momentos dolorosos, incómodos, que preceden a gozos. Como cuando te entran ganas de orinar y no puedes y aguantas y aguantas llegando a ser muy doloroso —incluso peligroso, por hacerse un globo vesical— y cuando por fin puedes ir al aseo, ese momento de liberación, es muy placentero. Sí, es un ejemplo escatológico, pero seguro que si me leyese alguien se reiría y asentiría con la cabeza. Del mismo modo ocurre con el uso de tacones o el deporte. Son sucesos incómodos, dolorosos, agotadores, pero, al mismo tiempo, dan placer. Benditos masoquismos —y al final me contradigo—, lástima para quienes sufren la analgesia congénita. Hace poco leía o veía —entre libros y documentales pierdo la noción del tiempo y referenciar correctamente se me olvida en ocasiones— sobre la analgesia congénita y lo personificaban en unos niños que sacaban provecho a su enfermedad, como si se tratasen de monstruos de un circo de los horrores, haciendo un espectáculo en el que se infligían daños varios (abrasiones, cortes, etc.) ante el público asombrado. Además de las lesiones y sus consecuencias, se podía atisbar una indiferencia, una insensibilidad en esos críos, casi una anodinia emocional que, paradójicamente, en el ojo espectador generaba un dolor, una tristeza. Me pregunto si también sufren de esa insensibilidad en lo psicológico (el dolor por una muerte, por una pérdida)…

Pues sí, hemos pasado de generaciones que cuanto más se soportaba y se llevaba encima el dolor, más virtuoso se consideraba, a generaciones que rechazan y niegan cualquier tipo de dolor, por no decir de sensación negativa. También puede ser que cada generación tiende a ver a la siguiente como más débil y quejica. Como también ocurre que ahora conceptos como enfermedad o trauma se extienden a experiencias vitales normales, lo que conduce a psiquiatrizar problemas de la vida y, posiblemente, de ahí el rechazo al dolor. Por el estigma, por lo que entraña. Y entre los que rechazan vivir y los que abusan de ese sentir, se hace difícil discernir entre víctima y victimista, como bien apuntas. Se hace complejo distinguir entre la mentira y el engaño. En el ámbito sanitario también es un gran problema saber diferenciar entre un síntoma y un signo y cuánto tiene de objetivo y subjetivo. Por algo existen los placebos, una forma de engañar para descubrir una mentira o no. Comparto la idea de Kolber y diría que sí, que el dolor es subjetivo, pero ese subjetivismo ampara, recoge, el dolor de los nuestros. El dolor del endogrupo, así como cualquier otro afecto entre nosotros, nos conduce a la compasión, a la colaboración, al altruismo. Mientras que el dolor ajeno, el de ellos (los grupos rivales) conduce al desprecio, al odio, al castigo. Los tribalismos en todo su esplendor.

“El dolor es nuestra primera forma de comunicación” y he pensado en ese primer llanto del recién nacido. Menuda odisea supone el nacer y menos mal que no tenemos recuerdo de ello. Con este ejemplo quería sumarme a tu afirmación. El dolor comunica y une, sin olvidar que también puede dividir. Y no saber expresarlo divide aún más. No saber decir “no” es un problema, es una ausencia de comunicación que lleva a otras situaciones incómodas, dolorosas, por no saber compartir un malestar. Parece que hoy nos falta ese Dios con quien confesar esos dolores. Y sí, hay cuestiones que son tabú, como el suicidio. Habitualmente, cuando surge este tema se suele mirar hacia otro lado, siendo ignorado. Incluso da pánico. Quizá ese miedo provenga de nuestro imaginario popular, que se alimenta de la cultura y de la ficción. Cine y literatura han transmitido una idea sobre el suicidio errónea, alejando la realidad que hay tras quién “decide” quitarse la vida. Aunque hay excepciones, como la obra de Sergio González Ausina, Última carta. Un suicidio en mi familia, en la que muestra cómo el tabú solo trae dolor y vergüenza y como las consecuencias del suicidio van más allá de la persona que se quita la vida, pues tiene un efecto doloroso y duradero sobre la familia, los amigos y las comunidades. Nos acerca al suicidio sin romantizarlo ni demonizarlo. Toda una obra fascinante con la que rinde tributo a su tío. Si me lo permites, sobre el suicidio, me quedo con lo que dijo David Foster Wallace, que el suicidio es como estar al lado de una ventana en un edificio en llamas. No es que “quieras” tirarte por la ventana, es que no tirarte es “aún peor”. El suicidio es la enfermedad sin rostro, el último tabú. Necesita voz, porque mientras que el silencio encadena, la palabra desmitifica y auxilia.

Querido, estate tranquilo porque ya encontraremos puntos en los que discreparemos. Es más, los matices que nos damos, las puntualizaciones ya son discrepancias. Sutiles y cariñosas. En cuanto al verano, te lo dejo todo para ti. Yo espero al otoño, que siempre me invita a empezar una nueva etapa con sus colores, con su olor a castañas. Sea cual sea la estación, somos dichosos de tenernos y tener a otras personas en nuestras vidas con quienes compartir lo que nos duele y nos preocupa. Es reconfortante saber que estás y que te esperan y, mientras tanto, el dolor nos recuerda lo vivos que estamos.

Me quiero despedir con el poema de Alfonsina Storni, ¡Adiós!, sobre la muerte, el dolor y la despedida. Sobre el paso imparable e invencible del tiempo.

Las cosas que mueren jamás resucitan,

las cosas que mueren no tornan jamás.

¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda

es polvo por siempre y por siempre será!

Cuando los capullos caen de la rama

dos veces seguidas no florecerán…

¡Las flores tronchadas por el viento impío

se agotan por siempre, por siempre jamás!

¡Los días que fueron, los días perdidos,

los días inertes ya no volverán!

¡Qué tristes las horas que se desgranaron

bajo el aletazo de la soledad!

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,

las sombras creadas por nuestra maldad!

¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,

las cosas celestes que así se nos van!

¡Corazón… silencia!… ¡Cúbrete de llagas!…

-de llagas infectas- ¡cúbrete de mal!…

¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,

corazón maldito que inquietas mi afán!

¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!

¡Adiós mi alegría llena de bondad!

¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,

las cosas celestes que no vuelven más!…

P. D.: menos mal que mueren Adán y Eva, sino no estaríamos tú y yo compartiendo estas correspondencias…

P. D.2: Dios se ha callado muchas cosas y más de una mentira nos ha dejado, seguro.

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Luis G., 27 de agosto de 2022

Estimada Cuca,

Traslado mis disculpas por ser lento en el pulso de la escritura y holgazán por el impulso del calor agostino. He leído con cuidada atención tus cartas, fascinantes y de suave curva (sin duda, vocación de enfermera, pues cuidas también notablemente la salud de la gramática), y he llegado a las conclusiones que vienen.

Hay muchas cosas que suceden y no son ni buenas ni malas. El dolor, por ejemplo. Podemos estar retorciéndonos de agonía o sentir el leve picotazo de una aguja en el dedo. Simplemente sucede, es. Sin dolor no hay placer, ¿cómo darnos cuenta de que nos hemos golpeado? O ¿cómo saber si echamos de menos? Existen personas, si bien pocas, que padecen analgesia congénita, una enfermedad que les impide sentir dolor, lo que les complica enormemente la vida y los expone a un riesgo elevado de muerte, incluso de autodestrucción involuntaria. Esto me lleva a la muerte, segundo ejemplo. Como has mencionado, muy acertado está Szczeklik (telita con el apellido) cuando dice, en boca de La Parca: “Todo médico engaña con su máscara de patrañas”. El médico no considera que la muerte o la enfermedad sean un mal y por eso teja mentiras para negar a aquéllas y eliminarlas de la faz de la Tierra; más bien el matasanos emplea las virtudes del aburrimiento y la avaricia, pues primero observa la realidad y le sabe a poco (“podría ser de otra manera”), y después quiere soportar el dolor que desea quitar a los demás (como si sufrir le motivase). Tanto el dolor como la muerte no son ni buenas ni malas, están ahí, como una hormiga cuando cruza un camino.

Hay muchas cosas que suceden y no son ni buenas ni malas, insisto; que simplemente sucedan es suficiente combustible para comprenderlas, sea el dolor placentero, soportable o insoportable. Durante siglos se consideró soportar el mayor de los dolores como una virtud; nunca antes los desiertos estuvieron tan poblados de sufridores natos, y nunca antes se vio a tantos cuervos llevar tanta comida al domicilio de anacoretas. Pero, esos beatos ¿sufrían de verdad o no tanto? Como señalas tú muy bien, los umbrales del dolor son muy caprichosos. El problema de todo esto es demostrar que una persona sufre, sin olvidarnos que la gente engaña y exagera lo que le pasa. Esto es un gran problema en el ámbito jurídico, que simplemente presume la existencia del dolor a partir del daño material o físico (como es costumbre en Derecho, los problemas se solucionan mirando hacia otro lado). Me viene a la memoria la pasión de los utilitaristas en tratar, vagamente, de cuantificar el dolor y el placer para esa mayor felicidad del mayor número. Esa pasión utilitarista, paradójicamente, acabó resultando ser inútil. Al respecto, Kolber insiste que el dolor es subjetivo y solo tenemos acceso al nuestro; el dolor ajeno solo puede ser objeto de inferencias.

Esto me hace concluir que el dolor es nuestra primera forma de comunicación, y tal vez peque de ser demasiado pragmatista (y lo soy) pero eso nos hace responsables de no saber soportar el dolor y no saber quejarnos, pues nadie va a poder adivinar plenamente el dolor que se esconde tras nuestro arlequín. “Al compartir, al comunicarnos, al mirar al otro estamos prestando atención a quien tenemos delante y eso es todo un acto de amor”, no puedo estar más de acuerdo contigo, es un acto de amor hacia los demás y hacia nosotros. Puede que el suicidio sea la culminación del dolor, de la falta de comunicación de nosotros con nosotros y, en última instancia, con los demás. Emil Cioran sostenía que pensar en nuestro suicidio era algo enriquecedor, pero que ejecutar nuestro suicidio debía ser un constante aplazamiento; reflexionar profundamente sobre nuestro suicidio nos motivaría a conocer el dolor que nos causa ese “pronto”, mientras que finalmente suicidarnos debería ser el broche de oro a un proyecto de vida (la libertad y dignidad que bucea también tras la eutanasia) y no un mero impulso. En cualquier caso, el dolor permanece en la interioridad la mayor parte de su tiempo de expresión, y como “sólo se siente en el alma” (Diccionario de la Lengua Española) solo nosotros podemos entendernos más que nadie. En pocos puntos vamos a estar en desacuerdo, me parece, estimada Cuca.

El verano es una agradable estación para sentarse, pensar e invitar al dolor a relajarse junto a nosotros y conversar. Las personas que nos aman ya se sientan con nuestro dolor los días que sean necesarios, hasta lo abrazan y cuidan si hace falta. Si decidimos no entender al dolor, probablemente no entendamos seguir viviendo. Aceptar y asumir que vamos a sufrir no es ni bueno ni malo, simplemente es lo que tiene que ser. Por eso Miguel Hernández se lamentaba en su poema El herido al decir: “¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente herido por la vida, ni en la vida reposa herido alegremente!”. El poeta alicantino sentenciaba: “Para la libertad sangro, lucho, pervivo”. Nosotros, para una causa que debemos descubrirnos, sufriremos.

PD: El ejemplo que te expuse sobre Adán y Eva claramente es errado pues finalmente mueren (Corintios 15:21, etc.), no ipso facto. Pero en lo que hay que fijarse es que, después del pecado, antes que la muerte nace el dolor y eso Dios no lo dice.

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Cuca C., 21 de agosto de 2022

Apreciado Luis,

Prosigo con mi lectura de Core. Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda del alma de la medicina, de Andrzej Szczeklik y curiosamente me he topado con este párrafo que me ha llevado hasta ti:

“La que supo hacerlo mejor y «en general lo mejor de la poesía polaca medieval» es Conversación del maestro Policarpo con la Muerte. La Muerte e le aparece a un científico (el maestro Policarpo), a petición suya, en una iglesia. El maestro pierde el conocimiento, luego vuelve en sí y comienza a conversar con la Muerte. Le pregunta por su procedencia y ella responde que fue traída al mundo en el Paraíso, cuando Eva mordió la manzana: «Adán me tentó con la manzana». Enfurecida e irónica, despliega su omnipotencia y poderío. En ese momento el Maestro pregunta temeroso para qué existen los médicos, y recibe como respuesta que: «Todo médico engaña con su máscara de patrañas». Y para despejar cualquier otra duda al respecto, añade:

Escapar de mí es intento huero,

A todo el que esté vivo retorceré el pescuezo."

Nada más, por ahora…

Espero con ilusión saber de ti.

Un abrazo.

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Cuca C., 10 de agosto de 2022

Querido Luis,

El tiempo, siempre pasa y no espera a nadie. Podría excusarme, pero la razón de mi demora en contestarte ha sido la vida y sus devenires. Y mira que te tengo muy presente.

Cuántas cuestiones me compartes, cada una interesante y que, sin duda alguna, dan para tomar varios cafés. Es más, según en el momento en el que estemos cada uno, me da que las respuestas sufrirían matices y entraríamos en (benditas) contradicciones.

Planificarse está bien, siempre y cuando aceptemos que hay momentos que tienen su propio ritmo, sabor y devenir. Pues cuando no aceptamos esa dosis de incertidumbre y contradicción, la frustración y el sufrimiento pueden hacer acto de presencia y, del mismo modo, se remueven pasados que creíamos resueltos.

¿Diversión en el dolor ajeno? Si hablamos de personas con rasgos sádicos no me queda duda alguna. Ese tipo de personas encuentran placer, gozo, a través del daño que infligen. No sé si también disfrutan cuando el daño lo hace un tercero, aunque para gustos los colores. Entiendo que no todo vale, que no todo daño es placentero o divertido, que habrá grados, intensidades. Ahora bien, si hablamos de ese niño que destruye un hormiguero, ¿realmente entiende el daño que hace? ¿Llega a comprender que su acto tiene como consecuencia un dolor? La variable tiempo es relevante, pues no es lo mismo el niño que un par de veces destruye hormigueros —está descubriendo, aprendiendo, sintiendo, experimentando— que el niño que reiteradamente busca ese tipo de destrucción y, además, va explorando esa destrucción con otros objetos y seres —ese niño merece especial atención—. Y donde digo niño, digo adolescente y adulto. Ese hacer daño, ese provocar dolor, puede ser una forma de comunicarse con el mundo. Claro que no es la más idónea, pues tiene consecuencias —letales en muchos casos—, pero habría que saber si ese niño o ese adulto sabe comunicarse de otro modo.

En lo referido al dolor que puede convertirse en cariño, respeto, me has hecho recordar una conversación muy interesante y enriquecedora que tuve con una mujer que en sus relaciones sexuales estaba muy presente el dolor. Venía a decir que no le gusta todo el dolor, no siempre y no con cualquiera. Que disfrutaba del dolor en unas condiciones muy específicas y con unas personas muy concretas, dentro del contexto de unas relaciones muy particulares también. Además, que en el momento de esas prácticas, aprieta los dientes, se queja y, entonces, toma conciencia que su entrepierna va por otro lado. Que a pesar del dolor, está profusamente excitada. Esa experiencia podría entenderse como una transformación del dolor en cariño y respeto, no me cabe duda. No obstante, cuantificar el dolor es algo muy complejo, incluso para la medicina. Yo misma, si entro en comparación con otras personas, no sé bien donde situarme. Sé que mi nivel de tolerancia, de aguante, es superior al de muchas personas, pero también sé que no alcanzo otros niveles superiores. Quizá esta tolerancia que tengo con el dolor en parte se deba a mis dolores crónicos y a otras experiencias (muertes y rupturas). Quizá la tolerancia al dolor de esa mujer se deba, en parte, a una fascinación con la sumisión. Quizá tomar el control de un dolor sea placentero. Quizá en la rendición está el poder… Todo ello me lleva a ver el dolor como de tres clases: el deseado y placentero, el soportable y el insoportable. Con el primero se disfruta, el segundo es tolerable y al tercero no hay que llegar nunca.

Ese tercer dolor, el insoportable, sería el sufrimiento. Luego, ¿por qué aceptarlo si no hay que llegar a él? No hay duda que hay situaciones que por sus características nos empujan directamente al sufrimiento, pero creo que en la mayoría de los casos no es así, sino que por no desprendernos de algo o alguien, por no aceptar los cambios, los accidentes, nos aferramos a ello y esa no aceptación genera un sufrir. Cuando desde la filosofía budista hablan del apego como “vicio” que conduce al sufrimiento se refieren a esta cuestión. Cuando nos apegamos a algo/alguien y eso menoscaba otras parcelas de nuestro ser, cuando no aceptamos el rechazo, la separación, la ausencia —en definitiva es aferrarse—, estamos yendo directos al sufrimiento. Y del mismo modo que hay un “algo más” que nos reconforte del daño, hay un “algo más” que nos conduce a sufrir y, como dices, podría ser ese “algo más” Dios y la idea manoseada de “poner la otra mejilla”, por ejemplo. La Biblia está llena de moralejas, como lo están los Sutras de Buda o el Tao Te Ching del Taoísmo. Las lecturas e interpretaciones que hagamos de una u otros son una forma particular de llevar la vida y su incertidumbre, una forma de dar sentido a la misma. Sea como fuere, nadie está libre de pecado, ni siquiera Dios y, la verdad, eso me reconforta. Saber que cualquiera puede errar, que se puede tener un tropiezo, que cuando menos te lo esperas te aferras a algo caduco y sufres, me hace sentirme más libre con mis sentimientos. Mi sufrimiento aprieta, pero no ahoga.

En cuanto a aceptar el dolor es todo un gran reto y más en estos tiempos que corren, donde a la mínima se receta una pastilla y la etiqueta “depresión” se aplica a estados que en el pasado se llamaban aflicción, pena o tristeza. En lugar de convivir con lo inevitable de la vida (dolor, muerte), lo hemos arrinconado y hacemos oídos sordos a sus llamadas. ¿Cómo aceptar la muerte cuando a los más pequeños de la familia les edulcoramos el fallecimiento de un ser querido? ¿Cómo aceptar el dolor de una separación, de una ruptura, cuando nos dicen y, sobre todo, nos decimos que será para siempre? ¿Cómo aceptar la nada cuando estamos siempre llenando nuestros días de quehaceres? ¿Cómo aceptar el silencio cuando ensordecemos nuestras voces interiores? Empezar por aceptar las vulnerabilidades y las fragilidades es un paso. Es más, considero que cuando se comparte con alguien una vulnerabilidad lo que ocurre, realmente, es un refuerzo de las fortalezas que hay en nosotros. Eso que suele decirse de que “las penas compartidas son menos penas” tiene su razón, ¿no crees? Al compartir, al comunicarnos, al mirar al otro estamos prestando atención a quien tenemos delante y eso es todo un acto de amor. Y, como dices, en ese mirar al otro nos vamos a equivocar, nos van a hacer daño. Asumamos que somos finitos y que nadie está libre de pecado.

Quién sabe, tal vez todo, también nuestras vidas, los sucesos que a nosotros nos parecen reales, están ahí, dentro del cerebro de un animal moribundo, dentro de los ojos de un hombre que no piensa, sino que sucede, como el universo.

Como ves, tus reflexiones me llevan a divagar más que a concretar. Espero seguir teniendo noticias tuyas y poder ver y disfrutar a dónde nos llevan estas confesiones compartidas.

Termino compartiéndote una cita de Filip B. Maciejewski que se ha cruzado en mi camino estos días leyendo Core. Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda del alma de la medicina, de Andrzej Szczeklik: “La experiencia entendida como la memoria de los errores que se han cometido”.

P. D.: Cartero o a quien lea estas letras, no seas muy inquisidor con nuestras apreciaciones.

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Luis G., 21 de junio de 2022

Estimada Cuca,

Ha pasado cierto tiempo desde que nos vimos. Espero que todo vaya bien. Como ya te comenté, me encuentro en un momento de toma de decisiones. A veces las planificaciones que nos teníamos puestas en el pasado no salen como uno esperaba, y en ese momento de contradicción y laguna afloran sensaciones de fracaso, dolor por gente que nos hizo daño, tristeza por el daño que causamos o decepción porque no cumplieron bien su parte del plan. Sin duda la autocrítica es siempre la más despiadada porque va hacia uno mismo, y todos llegamos a un momento donde el dolor se convierte en el regocijo de la nada, de la inacción, y esa parálisis de nuestros sueños comienza a atraer fantasmas.

Las personas hacen daño, parece que existe diversión en el dolor del ajeno. Como un niño que aniquila un hormiguero en una forma entre el entretenimiento y la experimentación, el adulto lo vuelve más complejo introduciendo en la fórmula más elementos. ¿Por qué pasamos de torturar hormigas a torturar absolutamente todo? Nos han hecho daño y, también, hemos hecho daño; parece un condicionante para vivir. No se quiere dañar aquello que nos gusta, lo cuidamos, pero a veces, hay accidentes y el juguete se rompe. Dañamos aquello que no nos gusta, y a veces, vamos en contra de nosotros mismos y paramos.

Tener el poder de dañar lleva implícito no hacerlo, podemos hacer que el dolor se convierta en cariño o en respeto; detener el disparo a la presa en una cacería movida por el dolor del hambre también retumba agitando a los pájaros, que continúan cantando; de otra forma comemos solos el botín, en temeroso silencio de la naturaleza. Siempre podemos ver un “algo más” que nos reconforte del daño. En la parálisis de nuestros sueños tan pronto podemos ver fantasmas como ver otra cosa más esperanzadora.

Ese “algo más” puede ser Dios, y Él también tiene el poder de engañar y herir, y tal vez lo hace en el Génesis 3:3 cuando dice “del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis” y la serpiente del Edén tiene el poder de engañar y tal vez no lo hace cuando responde a Adán y después a Eva: “no moriréis” (G, 3:4). Adán y Eva no morirán, pero sufrirán. La palabra de Dios es perfecta, sus acciones son divinas y tan verdaderas que no las podemos escudriñar en todos sus sentidos; tal vez cuando Dios dijo “muráis” quiso ser metafórico en cuanto al daño y dolor de la muerte en vida que suponen las necesidades telúricas, y cuando la serpiente dijo “no” pretendió ser irónica jugando con la literalidad, jugando con los claroscuros de la verdad de Dios. Me gusta pensar que Dios también puede engañar y dañar a alguien, porque eso supone que pudiendo no lo hace.

Podemos aceptar nuestro sufrimiento, el dolor de un pasado, la tristeza del remordimiento, o el miedo de un adiós; podemos hacerlo, está implícito en sentir dolor. ¿Cómo podemos aceptar el dolor y el sufrimiento? La emoción me puede en estas líneas…, creo que solo se consigue aceptando nuestra vulnerabilidad. Somos como esos niños que aprenden a reír, miran y miran a su alrededor y cuando ven una sonrisa la agradecen devolviendo otra con inocencia y júbilo. Queremos muchas cosas, pero sólo una idea: ser amados. El tiempo nos podrá asustar, traer dolor y tragedia, pero el amor que queremos dar siempre permanece. Nos hace descubrir nuestros puntos débiles, nos hace querer entenderlos. Y entonces, un día conectas con el mundo, cuando alguien dice o demuestra que es bueno que tú existas, el Sí a todo el Tú. Para eso necesitamos sufrir y hacer daño alguna vez, para conocernos y, pudiendo, no herir. Ratzinger, de una forma preciosa, decía que “el hombre para poder vivir, tiene la necesidad de ese sí”, un “sí” nuestro a comunicar lo que amamos y el miedo a comunicar por qué no pueden amarnos. Es una suerte de esperanza, porque siempre habrá oportunidad de sonreír cuando nos sonrían aceptando quiénes somos: inocentes niños que aún miran a su alrededor y buscan un abrazo.

Te envío un afectuoso abrazo.

PD: Espero que mis letras no depriman al bueno del cartero; me contaron una vez que algunos se dedican a fisgonear el contenido de las cartas, y si es el caso, habría atormentado a un cotilla.

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